. Terre Di Nessuno
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El artista Nadie, inventando (en) las vanguardias

Juan Antonio Ramírez

El ingenioso Ulises salvó su vida en la gruta de Polifemo por haber dicho que se llamaba Nadie, y no sé si Concha Jerez y José Iges se han inspirado en ese pasaje de La Odisea cuando han descubierto, examinado y presentado las terre di nessuno. Ellos, como ya lo hiciera Homero, nos sitúan en los límites, en un más allá del mundo conocido. Lo que estos artistas dicen nos obliga a hilar muy fino. Apuran tanto las exigencias que deben cumplir los territorios para ser considerados dentro de ese ámbito, que pueden arrastrarnos a la peligrosa tentación de lo inefable. Pero no podemos pensar sobre lo no pensable ni decir nada sobre lo no decible, así que nos vamos a permitir un ligero desenfoque, un pequeño descarrilamiento del concepto para que (sin provocar un grave accidente mortal) las ruedas de la idea chirríen un poco despertando cuestiones imprevistas, o ajenas incluso a lo que estos artistas proponen. Se trata de darle (las) vueltas al asunto, lanzándole algunos planetas para que giren en torno a él y recojan una parte de su resplandor conceptual.

Dejaré de lado una multitud de problemas fascinantes, como la propiedad legal de los espacios, el límite físico más o menos impreciso del territorio y su eventual explotación (o colonización), pues todo ello nos arrastraría lejos del ámbito en el que he decidido situarme ahora. Quisiera ocuparme de las terre di nessuno desde el punto de vista de la misión del creador, como algo que puede contribuir a explicar mejor algunos aspectos importantes de la historia el arte contemporáneo. Sabemos que eso que hoy llamamos el artista no ha existido siempre. Lo que caracterizaba al pintor o escultor medieval era su humilde sometimiento a unos fines creativos marcados por los comitentes civiles o (fundamentalmente) eclesiásticos. En la Italia del Renacimiento empezó a desarrollarse un espíritu nuevo: la explosión cultural del humanismo, la complejidad del poder civil (con numerosos estados que necesitaban sus propios aparatos de propaganda), más la riqueza comercial, contribuyeron al sostenimiento de una notable cantidad de talleres artísticos. La competencia entre ellos puede explicarse (si se desea) en términos económicos, pero nos interesa ahora poner el acento sobre otros factores más intangibles. El hecho es que cada gran artista creyó necesario o conveniente hacer las cosas mejor que los demás, o de un modo diferente.

A mediados del siglo XVI Giorgio Vasari nos ofreció un relato impresionante de todos los esfuerzos individuales que los creadores habían hecho, a partir de Cimabue, para alcanzar el alto grado de perfección del arte de su época. Sus Vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos eran una reminiscencia más o menos consciente de las vidas de santos, tal como podían leerse en recopilaciones como La Leyenda dorada de Jacopo della Voragine. El asunto, en ambos casos, era el de la conciliación de la personalidad individual, siempre única e intransferible, con un ideal colectivo de la perfección que no pudiera ponerse en duda. ¿Y cuál era el equivalente artístico de la doctrina cristiana propagada por la Iglesia? Vasari dio a entender que se trataba de los valores, normas y cánones del arte de la antigüedad grecorromana, aunque también menciona el estudio directo de la naturaleza y no deja de insistir en las diferencias de temperamento de cada artista. No oculta, en fin, su simpatía por algunos de sus héroes al presentarlos como excéntricos, altaneros y desdeñosos de muchas convenciones sociales.

Vasari afirmaba de modo explícito que la perfección de los antiguos se había alcanzado al fin (e incluso se habría superado) gracias a Miguel Ángel Buonarotti, el más personal también de todos los personajes incluidos en su recopilación. El caso es que era imposible no leer las Vidas sin experimentar una pulsión contradictoria, como si Vasari estuviera lanzando a los artistas-lectores algunos mensajes difícilmente compatibles entre sí: acomódate a las normas de la antigüedad, por una parte; pero también: copia lo mejor de los mejores; y además: sé tú mismo, busca un camino personal, una manera propia no practicada o no conocida por los otros.

Los dos primeros consejos fueron uncidos conjuntamente en el carro académico, con un funcionamiento razonablemente satisfactorio, durante los tres siglos siguientes. La institución educativa, a fin de cuentas, no puede hacer otra cosa más que estimular la mímesis. Esto sucede con todas las ciencias y disciplinas: enseñar, por definición, es reificar o reiterar, pues no podemos transmitir lo (todavía) inexistente o desconocido. De ahí que se repita retóricamente en nuestros días la necesidad de combinar, dentro de las universidades, la enseñanza y la investigación. Los historiadores sociales del arte han concedido mucha atención a la utilización política del arte académico, del que se habrían servido con habilidad las monarquías absolutas europeas. También el arte austero, extremadamente didáctico y moralizante de la Revolución se avino bien con la adopción de lenguajes reconocibles, ennoblecidos con la pátina de una venerable tradición antiquizante. No es que el genio individual estuviese totalmente ausente durante ese largo periodo de predominio académico, pero estaba más bien marginado, tibiamente aceptado y acogido sólo bajo la capa de los caprichos de invención (como en los casos paradigmáticos de Magnasco, Piranesi o de Goya, por poner sólo unos ejemplos conocidos).

Ya sabemos que la época romántica cambió todo esto, y que el artista, abandonado a su suerte (buena o mala), había dejado de contar con la protección de los nuevos estados burgueses. Su existencia misma parecía hacerse problemática y por eso soñaba con mundos ideales, remotos, con paraísos o con infiernos estremecedores, no transitados con anterioridad por ningún ser humano. Como las vías artísticas conocidas estaban cegadas, hubo de abrirse otras, o mejor inventarlas, en el doble sentido de encontrarlas y de fabricarlas. Tomemos el ejemplo de Turner, reelaborando libremente los paisajes de Claudio de Lorena, exagerando hasta el paroxismo sus efectos luminosos para convertirlos en entes fantasmales. No es una luz física, ni solar ni artificial, sino un extraño compuesto que funciona sólo en la conciencia interior: el artista aspira a llevarnos más allá del mundo, a un ámbito sobre (o infra) natural. Tampoco es una luz positivista la de sus cuadros con asuntos modernos, como el muy conocido Lluvia, vapor y velocidad: el espectador se siente flotar en un universo sin fronteras donde lo sólido, lo líquido y lo gaseoso poseen la misma entidad informe. Ese universo es metafórico: el artista busca un mundo otro, se lanza a territorios de nadie con la esperanza de crear, es decir, de alumbrar lo no existente.

Se exploraba sistemáticamente así la vía de la individualidad inalienable que también había interesado mucho antes, como ya hemos visto, a Giorgio Vasari. Cada artista de genio, a partir del romanticismo, aspirará a exaltar su diferencia. Más aún, no se puede llegar a ser considerado realmente grande si no se ha sido capaz de inventar nuevos lenguajes, recursos expresivos nunca vistos, suscitando emociones extremas: el llanto y la risa, el placer voluptuoso y la angustia. Fueron los artistas quienes descubrieron, a fin de cuentas, una sensación adecuada a los nuevos tiempos: el estremecimiento. Tomemos el caso de esa gran máquina pictórica de Géricault que es La balsa de la Medusa, donde nos parece detectar otra prodigiosa alusión a las Terre di nessuno, con un grupo de seres humanos perdidos en el mar inmenso, a punto de encontrar una problemática salvación, apenas entrevista entre las olas. ¿Y Caspar David Friedrich? Consideramos a su barco atrapado entre los hielos polares como otra imagen emblemática del artista detenido en su heroica búsqueda de lo que está más allá, mártir caído en la guerra de lo desconocido. Pero quisiera llamar la atención especialmente sobre esos personajes que dan la espalda al espectador y contemplan un universo infinito de mares, montañas solitarias y brumas insondables, que no pertenecen a nadie, y que prometen un universo wagneriano de ansias difusas. La insatisfacción es la madre de la ópera decimonónica (la anhelada obra de arte total), con sus inevitables forúnculos sentimentales, como son los castillos encantados-encantadores de Luis II de Baviera. Este arte romántico, en fin, que quiere situarse en las antípodas de la Gemütlichkeit, avanzadilla de lo insondable, puede caer, paradójicamente, en los abismos del kitsch (tal como nos lo enseñó Visconti con su película Ludwig). He ahí otra terra di nessuno, tan seductora y tan peligrosa como los escollos de las sirenas que amenazaban a la nave de Ulises.

Un remanso y una síntesis de todo esto fue el arte pompier. Previsible y complaciente, sanchopancesco y virtuoso al mismo tiempo, el mundo artístico de la segunda mitad del siglo XIX estaba tan parcelado y tan colonizado por unos y otros, que bien podríamos considerarlo en las antípodas de las Terre di nessuno. Pornografía ligera disfrazada con los siete velos-banderas del patriotismo edificante. Y todo ello ejecutado por individuos cuya prodigiosa habilidad artesanal superaba a la de muchos gigantes de la historia del arte del renacimiento y del barroco. Se comprende el deseo de salir de aquel negociado de la creatividad que animó a quienes desataron la tormenta de las vanguardias. Contra el relamido superficial de los cuadros, contra la vacua perfección técnica, en suma, se lanzaron los impresionistas. La luz real, la luz física de lugares concretos y en momentos precisos, era ahora la protagonista absoluta. ¿Y cómo definir o acotar el territorio de una cosa tan impalpable como ésa? ¿A quién pertenece la (in)sustancia luminosa? La cámara oscura es un territorio para la sombra, una jaula del resplandor instantáneo (del fogonazo), que queda atrapado para siempre, gracias al artificio químico, en el registro de la placa. ¿Deseba lo mismo el pintor impresionista? Aunque los fines y propósitos de aquellos artistas y los de los fotógrafos puedan haber parecido similares, hay una notable diferencia performativa: los pintores abandonaron el ambiente recargado y opresivo del estudio y se lanzaron al aire libre. La luz agarrada en el cuadro era la misma que había rodeado al hombre. De nuevo la pintura era el testimonio de que se había tenido algún éxito en la caza de lo inaprensible.

Atravesar ese territorio que no pertenecía a nadie, conquistarlo para el arte fue en sí misma una hazaña prodigiosa, aunque mayor importancia tuvo, seguramente, la dinámica de exploraciones que entonces se inauguró. Los monstruos sagrados del postimpresionismo eran seres problemáticos, atormentados en su deseo de alcanzar mundos desconocidos. La utopía social y la personal fue la meta de Van Gogh y de Gauguin: comulgar con la miseria de los mineros, huir hacia Arlés, o a los mares del sur, tanto da. El caso era ir lejos, a otro lugar, buscando la inocencia primordial, ese color-calor que devuelva el sentido a la vida asfixiante de los civilizados. Gauguin se lamentaba, amargado, de que la existencia inocente de los primitivos polinesios estuviera ya muy deteriorada por los abusos de colonos y funcionarios, así como por la acción destructiva de los misioneros: no estaba tampoco allí esa terra di nessuno que sólo logramos entrever de veras mirando las invenciones de sus cuadros. El paraíso terrenal, en colores planos, brilla como en una vidriera medieval.

No era, pues, el arte un reflejo de la vida social, o por lo menos no lo era en el sentido estrechamente reduccionista imaginado en los años cincuenta por algunos bienintencionados marxistas de vía estrecha. Al contrario: el arte alumbraba mundos inexistentes, marcaba pautas para la evolución hipotética de la humanidad. Las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX acusaron de modo especial el impacto de grandes descubrimientos científicos y de colosales realizaciones tecnológicas. Es la época de los transatlánticos de acero, del automóvil y de los primeros aviones. También se producen grandes revoluciones sociales en México, Rusia y en otros lugares. Se experimentó un fuerte impulso para ir más lejos, a mayor velocidad, con el deseo ardiente de buscar modos alternativos de organizar la vida social. Pero el arte, más que reflejar pasivamente esas tendencias, participa en ellas desde una posición privilegiada. Es algo más que la avanzadilla (si queremos seguir con el símil militar, tan utilizado al hablar de las vanguardias) de un ejército de descubridores de variada especie, pues se constituye en un universo autónomo con gran intensidad propia. Un mundo paralelo, un verdadero modelo de lo alternativo.

No hay revoluciones científicas y económicas realmente paralelas a la acelerada dinámica de las vanguardias artísticas. ¿Sucede algo tan trascendental en 1906-7 que pueda explicar, en términos sociales, la aparición de Las señoritas de Aviñón y el sentido del cubismo inicial? ¿De verdad es eso equivalente a la teoría de la relatividad? La correspondencia histórica es sólo una amable fantasía que agrada, por su hermosa simetría, a los filósofos y moralistas. Podemos hablar de historia del arte precisamente porque los ingredientes que la constituyen se recortan sobre un cuadro cultural y social mucho más estable (aunque muy cambiante también). Revisitar este episodio de las vanguardias desde la perspectiva de las terre di nessuno puede resultar de gran interés.

Parece claro que hay un sentimiento romántico en la liberación fauvista del color: ningún contacto con la hipotética realidad exterior; el cuadro es una entidad autónoma que se fabrica atendiendo a una lógica interna; su territorio es intransferible (no es de nadie), perteneciendo sólo al pintor que lo ha creado y que lo coloniza en esa única ocasión. Lujo, calma y voluptuosidad es otra obra metafórica: alude también a la consabida búsqueda por parte del artista de un mundo (¿todavía? ¿para siempre?) inexistente. Sus grandes pinceladas discontinuas hacen que el cuadro se construya en el aire, en el vacío. Ya sabemos que ilustra un conocido poema de Baudelaire, pero a mí me parece que Matisse lo exprime, distorsionándolo, para sacar de él un jugo significante muy distinto al del texto literario: el decadentismo nostálgico del poeta da paso a una vibración material del color en el éter insustanciado de la tela.

¿A quién pertenecía el mundo descubierto por Picasso y Braque? Se dice que Cézanne es el precedente. Aquel patito feo del postimpresionismo a quien muchos de sus contemporáneos (incluyendo su amigo Zola) consideraron torpe y fracasado no se interesaba ni por la luz ni por ningún paraíso perdido. ¿A dónde diablos quería llegar? Si Cézanne hubiera podido racionalizar sus afanes habría dicho que intentaba situarse en un ámbito intersticial. Se comportaba como alguien que desenfoca o malinterpreta todo lo conocido y experimentado hasta entonces: dibujo, color, perspectiva, temática idílica, etc. Demasiados solecismos juntos como para ser casuales. El caso es que su camino no tenía retorno y las cosas evolucionaron por las vías del cubismo y del expresionismo hacia la deconstrucción del orden geométrico y del sistema mismo de la representación renacentista. Pero hubo varios cubismos muy distintos entre sí, como ya reconoció sagazmente Apollinaire. El paso desde la fase analítica al collage, plano o tridimensional, supone un corte histórico absolutamente radical. La obra de arte no se construye como una imitación (réplica o copia) de una realidad ajena, tal como sucedía con la escultura tradicional, sino como algo que conquista totalmente su existencia, si es que tal cosa se puede decir. El artista amplía el espacio del mundo, ensancha sus límites.

Quiero detenerme un poco en Marcel Duchamp, cuyos ready-mades suponen un interesante punto de inflexión en la historia que queremos contar. Hasta 1913 (el año de la Rueda de bicicleta sobre un taburete) el artista que avanzaba hacia las terre di nessuno hacía algo nuevo (cuadros, esculturas, etc.), incrementando de esa manera la densidad objetual a disposición de la humanidad. Pero Duchamp detuvo abruptamente esa tendencia proponiendo el reconocimiento y la reutilización de lo ya existente. Los objetos resucitaban a una nueva vida en el ámbito del arte proponiéndose así el descubrimiento de un nuevo territorio, que no pertenecía a nadie, superpuesto, por así decirlo, al ya reconocido por el fabricante o el hipotético usuario de la cosa original. Es una suplantación. Los ready-mades descubren los nuevos usos de la realidad física, los mundos paralelos. No es una casualidad que Duchamp se interesara bastante por la geometría n-dimensional, un asunto que parece anticiparse, desde el punto de vista filosófico, a muchas elucubraciones actuales sobre el espacio y los entes virtuales.

En relación con todo ello habría que situar también la noción duchampiana de lo inframince, es decir, lo infrafino (no me gusta traducirlo como infraleve). Conocemos algunos ejemplos de lo que el artista quería decir con ello, como el de la diferencia de peso en una camisa antes y después de lavarla; y el más famoso: cuando el olor del tabaco se une al de la boca que lo exhala, los dos olores se funden por infrafino. Lo infrafino no se pueda medir ni pesar ni descomponer químicamente. Este territorio inconquistado (e inconquistable) es, sin embargo, algo físicamente existente, real, en el sentido habitual de la palabra, y conviene señalarlo para distinguirlo bien de las creaciones artísticas conceptuales, inventadas también por el mismo artista. Algunas fotos muestran al joven Duchamp con una estrella recortada en el cabello de su cabeza, y se ha sugerido que ahí podría haber también un juego de palabras en franglés: A toile, es decir, un lienzo, la tela de un cuadro, sería también una étoile, una estrella. Ya vemos que el astro de la salvación conduce al cerebro (como el de los Reyes Magos hacia el portal de Belén), que es la tierra más inconquistable de todas, la menos física e inaprensible.

No es éste necesariamente el final de la historia. El artista contemporáneo ha explorado otras muchas vías, y no me gustaría dejar de señalar la importancia de algunas de ellas, como la del body-art y las performances, donde se observa un interesante desplazamiento del territorio del arte desde el objeto, o desde el espacio exterior, hasta el cuerpo mismo del artista. Él es el creador y el soporte, el explorador y la víctima eventual. No pertenece a nadie más. Las instalaciones, la escultura sonora y el arte con (para, desde, hacia) la Red son también tentativas diversas de llevar hasta el paroxismo el anhelo irrefrenable de moverse en las Terre di nessuno. Quizá pudiera encontrarse en toda la heterogeneidad de la creación contemporánea un denominador común: para todas las variantes del arte se necesita un espacio real o intelectual que sancione su artisticidad. El arte existe como tal cuando ha sido bautizado. Esta evidencia ha debido estimular el trabajo creativo con las instituciones, apropiándose de cosas tan heterogéneas como la política, la prensa, la banca, la judicatura, el ejército, etc. Y los museos, por supuesto. Más que de inventar nuevas instituciones se trata de tomarlas de improviso, desvirtuando su sentido original, haciendo que cumplan funciones no previstas por sus gestores o financiadores. El principio del ready-made aplicado a la escala (o a la escalera) social.

Y en esas estamos. Parece que Concha Jerez y José Iges conceden una notable relevancia a los aspectos tecnológicos del concepto que se han inventado. Es natural que, siendo artistas del siglo XXI, utilicen los instrumentos (incluyendo los recursos económicos y mediáticos de las instituciones) propios de su época y que se adentren con ellos en sus particulares tierras de nadie. Pero eso no significa que intenten acotar o reducir el concepto. Me parece que, quizá sin proponérselo, han hecho emerger un iceberg escondido que va más allá de sus intenciones y de sus actuales posibilidades de manipulación. A la deriva, en busca de algún Titanic. En la buena tradición de la vanguardia: el artista verdadero avanza hacia las terre di nessuno. Su marcha es imparable. No creo que se salve nadie.