Reflexiones en
torno a las Tierras de nadie
José Iges
Es curioso que el
término que suscita tanto los próximos párrafos
como la exposición a la que esta publicación se dedica no
merezca lugar alguno en el Diccionario de la Real Academia
Española consultado. Puestos, por tanto, a suplir esa carencia,
recordaremos que la tierra de nadie más al uso que se conoce es
el espacio entre las líneas enemigas en un campo de batalla.
Otro tanto se dice de la franja de terreno dejada entre las fronteras
de dos países o estados soberanos.
Las tierras de nadie son por tanto, esencialmente, dominios entre.
También por esa misma razón son espacios que
potencialmente fomentan desorientación. Son como paisajes
envueltos por la niebla. Son territorios de indeterminación o
confusión de las reglas generados por dos sistemas perfectamente
regulados. Bolsas de –relativo– desorden causadas por el orden
colindante.
Generar una tierra de nadie parecería, pues, fácil desde
la siguiente receta: sobre un campo de operaciones cuyos movimientos
están claramente reglamentados, cámbiense bruscamente las
reglas del juego. Así las cosas, nos aparecen dos condiciones
necesarias para poder designar como tal a una tierra de nadie:
– Que se sitúe entre dos territorios.
– Que esos dos territorios estén regidos por leyes precisas y
conocidas.
Eso diferencia notablemente las tierras de nadie de las
heterotopías, pues éstas son espacios para la otredad,
para las actitudes desviadas –socialmente hablando–, lo que supone que
en esos espacios hay una cierta suspensión o derogación
explícita –un cierto alejamiento– de las reglas establecidas por
esa sociedad, mientras que directamente las tierras de nadie son
espacios de confusión, de paso.
Pero, siendo un territorio de paso, no debe considerarse cualquier
espacio público como tierra de nadie pues, más bien, debe
o debiera ser tierra de todos. Cuando decimos que las tierras de nadie
son espacios de paso queremos subrayar, a diferencia de lo que ocurre
en las heterotopías, que aquéllas tienen una decidida
componente de provisionalidad que hace –potencial o realmente–
incómoda nuestra mera presencia en ellas. (Sobre esas
consideraciones, la singularidad de los okupas es que buscan –con la
ocupación, justamente– una cierta recalificación de esa
tierra de nadie en un espacio habitable... una cierta
colonización).
Precisamente colonización supone regulación, con lo cual
podríamos decir que el acto de colonizar liquida un territorio
como tierra de nadie. Cabe insistir, por lo tanto, en una tercera
característica de las tierras de nadie: son espacios
desregulados, de una regulación fluctuante o ambigua.
• Hacia una
redefinición del término
Todo lo anterior nos lleva a la redefinición del término.
El empeño es imprescindible para, a partir de las
características observables en las tierras de nadie designables
como tal, expandir la noción, empleando ahora como herramienta
la metáfora poética, a otros espacios y realidades de
nuestra sociedad actual. De la observación del mundo real,
diríamos, pasamos a un modelo mental que nos permitirá la
creación de un modelo formal –tal como se sugiere en la
dinámica de sistemas sociales o psicológicos–, en cuya
elaboración no puede en ningún caso pasarse por alto el
ámbito estético en el que esa formulación se
efectúa, pues nuestro empeño es, antes que ningún
otro, elaborar propuestas desde la perspectiva del arte.
Consideraremos
por tanto tierra de nadie a todo espacio –real o virtual– en el cual se
experimente inexistencia de reglas o cambio brusco de las mismas. En
definitiva, es un espacio de/para la desorientación.
Se trata de una esencialización y, acaso más, una
estilización de las condiciones que, como observábamos
más atrás, debía cumplir toda tierra de nadie para
poder ser designada como tal. Ahora, y sin perder nunca de vista los
ejemplos comúnmente reconocidos y denominados como tierras de
nadie, podremos designar con ese término otros espacios o
sistemas que cumplan con la condición antes enunciada.
• Inhabitabilidad. Caos
Es obvio que, al calor de las condiciones que debe cumplir un espacio o
sistema para que pueda ser considerado como tierra de nadie,
podríamos designar como tal a la isla de Robinson Crusoe. Y sin
duda lo era, en un estricto significado del término, puesto que
nadie habitaba la isla antes que el conocido náufrago lo
hiciera. En ese momento –en el de su desembarco y ocupación–
pasaba a ser una tierra colonizada. Parece, pues, que las tierras de
nadie serían sistemas, no sólo de desorientación
por ausencia de referencias conocidas –sistemas desregulados o de
regulación desconocida, insuficiente o ambigua– sino sobre todo
inhabitados.
Aunque, siguiendo con el fluir de la argumentación, más
que una condición, la inhabitabilidad de las tierras de nadie se
nos aparece como una consecuencia de sus características
esenciales. Son, si se prefiere, sistemas o espacios de soledad. En esa
línea, apuntamos la inescrutabilidad de tales espacios, ajenos
incluso y sobre todo a una apreciación estética. Si todo
en nuestro mundo ha quedado impregnado por lo estético, como
algunos afirman, parece que las tierras de nadie puedan representar
nuestras últimas reservas de significado sin inventariar y, por
consiguiente, sin estetificar.
En otro orden de cosas, las tierras de nadie son territorios libres de
marca, de logo. Sin dueño, puesto que son tan salvajes como lo
que una ausencia parcial o total de regulación les permite ser.
Pero no son utopías puesto que tienen un topos definido y una
existencia cierta.
Las tierras de nadie son sistemas –o espacios– de ausencia, de
negación: de no-regulación, no-presencia,
no-estética, no-dueño. En cualquier caso, su oscura
existencia parece asegurar, por contraste, la de un brillante mundo
cada vez más conexionado, global, interrelacionado, escrutable,
telepresente y comunicable. Pero no son tanto el otro lado del espejo
de ese mundo cuanto la parte de caos que su empeño ordenador
deja tras y en torno de sí. No se trata en este caso de un
aparente caos, que pudiese formar parte de un grado de orden
inasequible por incomprensible desde nuestro propio orden convencional
y que, por eso mismo, interpretásemos en términos de
caos. Las tierras de nadie se comportarían como bolsas de caos
generadas por el ejercicio y la expansión del orden inherente al
sistema que las rodea. Como analogía algo forzada para entender
la anterior afirmación podría aludirse a los
depósitos petrolíferos creados al cabo de los siglos por
la descomposición, a elevada presión, de restos
orgánicos. En este caso, la presión es la ejercida por el
sistema social, económico, político y cultural en su
expansión reguladora que precisa de espacios donde descargar
–amontonar– todo el desorden que su imperfecta acción ordenadora
genera, paradójicamente (en todo caso, ya el Teorema de
Gödel advierte acerca de la imperfección que cualquier
sistema crea, por mucho que trate de ser perfecto y acabado). Y sus
restos más evidentes son todos los residuos –humanos y
materiales– que nuestra opulenta sociedad produce.
• Residuos
En ese sentido, la artistificación de los residuos es una
característica de las vanguardias del siglo XX. El collage
llevó a una práctica con objetos reales en dos
dimensiones (Schwitters) lo que algunos pintores habían expuesto
simultáneamente sobre una tela (cubismo, surrealismo), mientras
el mundo Dadá llevó esa actitud contemporáneamente
al mismo lenguaje, con cuyos restos en descomposición
construyó su poesía fonética. Cage hizo
música desde el contenedor supremo en música –el
silencio, el vacío musical y sonoro– para incorporar dentro de
él precisamente una música de residuos acústicos,
naturalmente azarosos. Vostell y otros artistas llevaron el collage en
los años 50 y 60 a un nuevo estadio con el décollage, que
sumaba al residuo en forma de cartel pegado el resultado de una
acción destructora de formas y signos. No es nuevo, pues, el uso
de los residuos en el arte visual y el sonoro del siglo pasado, y ello
sin olvidarnos del deliberado uso de lo kitsch y, en general, la
recalificación de objetos de uso cotidiano en objetos
artistificados que se viene produciendo desde Duchamp hasta nuestros
días. El apropiacionismo en los diversos géneros y
entornos artísticos –del vídeo a la música, de la
literatura al net-art– es la última manifestación del
aprovechamiento de residuos, aunque en muchos casos esa práctica
lleve previamente aparejada la catalogación como residuos de los
materiales que utiliza y reelabora –nos referimos a su
degradación ética y estética como condición
previa e imprescindible–.
No parecería, pues, contrariamente a lo dicho más
atrás, que las tierras de nadie fuesen a comportarse como
reservas de significado sin estetificar si el material sensible para
construir nuestra propuesta lo extraemos de esos vertederos culturales.
Pero sí es cierto, no obstante, que tanto los vertederos
culturales como los que acumulan y reciclan basura orgánica
forman legítimamente parte, desde lo ya argumentado, de las
tierras de nadie.
Como son asimismo tierras de nadie escenarios yermos de la crueldad y
la brutalidad del ser humano: el campo de exterminio de Auschwitz, la
zona cero en la que se erigían las torres del World Trade Center
de Nueva York, las áreas contaminadas tras el desastre nuclear
de Chernobyl o de la intervención aliada en la Guerra del Golfo,
el campo de refugiados de Yenin tras ser arrasado por los tanques de
Israel...
Nos proponemos aludir a esos residuos desde el fragmento. Nada original
tampoco, se dirá. Sin embargo, en los ejemplos artísticos
previamente referidos esos fragmentos se acumulaban sin solución
de continuidad entre los mismos, sin pausa. Ello generaba una unidad de
orden superior que de inmediato se estetizaba, máxime cuando su
resultado se mostraba en los habituales cauces de exhibición y
distribución del arte. Por esos mismos cauces se mueve nuestra
propuesta que, sin embargo, mostrará los fragmentos sin
relación alguna entre sí, con intervalo de
separación entre ellos. La adición de llenos y vanos se
nos antoja necesaria para asimilar la propuesta, pues los vanos
asegurarán un distanciamiento respecto de los fragmentos, con lo
cual pretendemos dificultar su desactivación conceptual. Dicho
de otro modo: las tierras de nadie serán en nuestra propuesta
lugares de regulación imprecisa o incierta tanto como espacios
para el caos, construidos con residuos tomados de nuestros vertederos
culturales y mediáticos desde la intención de generar la
desorientación.
• Grietas en el decorado
En el fondo nos encontramos con la vieja idea del decorado: vivimos
inmersos en ese narcotizante entorno que hemos construido entre todos,
que asume la función de la realidad pero que tan sólo es
un decorado. Y de vez en cuando asoman, por entre sus inevitables
grietas, trozos semienterrados, aullidos casi ahogados, indisimulables
jirones de esos residuos a los que antes se aludía. Es una
visión del mundo ciertamente desesperanzada, pero no porque con
ello se apunte al hecho de que el caos avanza, sino porque ese caos es
producto de un orden impuesto, impostado: creado por las estructuras de
poder desde tiempo inmemorial con la única intención de
su perpetuación, por encima de los intereses de la especie
humana en su conjunto y de la vida sobre la tierra en general. Todos
los ideales han sido, mucho más temprano que tarde,
traicionados. El burocrático mundo creado como sucedáneo
para la consecución de esa perpetuación de valores por
defecto ha terminado por contaminar a la cultura y a la convivencia, y
amenaza con secar los pozos de la creación y hasta de la vida.
Como es lógico, no se trata de convertirse en árbitros de
un modo nuevo de hacer las cosas, de fundar una nueva religión o
secta, de denunciar simple y panfletariamente ese complejo y profundo
estado de cosas. Nadie o casi nadie lo vería necesario, y ni
siquiera se reconocería en el espejo de tal cuestionamiento.
Probablemente tampoco nosotros. Es más bien desde un aspecto
lúdico, con el concurso de la interactividad, desde donde puede
abrirse un poco la conciencia a base de pequeñas descargas,
latigazos de información; son las visiones de esos fragmentos
que rasgan el decorado, que lo hacen patente al mostrar sus costurones,
su precariedad. Es también la razón por la cual no pueden
ser ofrecidos los residuos sino como fragmentos deslavazados, sin
posibilidad de componer una unidad formal, lo que regeneraría de
inmediato otro nuevo decorado, otro engaño, otra ilusión.
En esa línea, estaríamos más bien considerando una
puesta en escena instalativa de espacios para la sorpresa y la
desorientación, y en último término para la
reflexión.
• Intervalos
En El intervalo perdido, Gillo Dorfles señala hasta qué
punto parece necesario llegar a una especie de des-semiotización
o, al menos, de reinstaurar un nivel donde vuelva a haber signos
vírgenes, no catalogables, códigos no descifrables,
páginas en blanco que no haya que interpretar por referencia a
significado alguno.
Con su comentario parece aproximarse a ese territorio aún no
estetificado que, como hemos señalado, se encontraría en
algunas de las tierras de nadie a las que nuestro trabajo pretende
aludir. Pero, hablando de intervalos, se nos antoja que, si bien no
siempre éstos pueden definirse como tierras de nadie, sin
embargo todas ellas se comportan como intervalos. Un ejemplo muy
evidente sería el de los surcos de separación entre
cortes de los antiguos discos de vinilo. No contienen
información alguna, aunque no sería verdadero afirmar que
están vacíos, dado que la aguja del tocadiscos al
recorrerlos extrae sonidos parásitos o fritos diversos. Lo que
sí podemos categóricamente afirmar es que esos vanos
están puestos ahí para separar, para diferenciar; que son
útiles para detener el flujo sonoro en favor de una mejor
comprensión del mismo. Y lo que separan es justamente sistemas
perfectamente regulados, sean composiciones sinfónicas,
música popular o discursos.
Otro tanto sucede con los sonidos parásitos de la onda corta.
Cuando recorremos el dial de la onda corta encontramos algo muy
diferente del silencio absoluto, pero tampoco es un sonido con
capacidad significante. Se trata de un ovillejo de ondas, como
diría Gómez de la Serna en alguna de sus
greguerías onduladas: son residuos de las propias trasmisiones,
de la tecnología empleada para conducir las señales. Son
bolsas de caos entre áreas de significación: las emisoras
y su programación. Son, en suma, sencillos y elocuentes ejemplos
de lo que entendemos por tierras de nadie en la noción expandida
del término que aquí estamos manejando.
• Territorios entre lo verdadero
y lo falso. El extranjero
El paisaje creado por los medios de comunicación se integra de
materiales y estrategias verbales, sonoras y visuales, como se sabe.
Cada uno de estos campos –aislada o convergentemente– puede brindar, y
de hecho brinda, una tematización del mundo real y, más
allá de eso, una interpretación. Ni que decir tiene que
esa interpretación es sesgada, aunque no haya intereses
políticos, económicos o ideológicos en juego. De
la relativa desinformación tampoco escapa el informador.
Así, la imagen del mundo que nos llega desde los medios
–unidimensional las más de las veces– no es ni verdadera ni
falsa. Es preciso interpretarla, acotarla, cotejarla con otras fuentes
de información y experiencias para tratar de construir una
valoración lo más objetiva y completa posible de los
hechos, sean cuales fueren. Los medios cada vez más se limitan a
contarnos historias. Podríamos decir, pues,
legítimamente, que esa imagen mediatizada del mundo se
sitúa en una tierra de nadie entre lo verdadero y lo falso. Que
la información de la que nos proveen habitualmente nuestros
mass-media constituye una inmensa tierra de nadie de los
acontecimientos del mundo.
Con todo lo dicho, resulta evidente que el sentimiento de estar en una
tierra de nadie es un hecho subjetivo, como por otra parte cualquier
otro sentimiento lo es, aunque lo que hasta aquí nos ha venido
interesando ha sido el llegar a aislar las características que
hacen más objetivable la cuestión. Parece también
evidente que, al hilo de todo lo anterior, la sensación
dominante al enfrentarnos ante ese decorado en que se ha convertido el
mundo, cuando hemos tomado conciencia de ello, es la de sentirnos
extraños, extranjeros en él.
Bajo ese prisma, el del extranjero –ligado, como resulta obvio, al de
la desorientación–, el mundo se dividiría en dos tipos de
territorios: los familiares y los extraños. Conforme a ello
también, territorios que algunos podrían calificar como
extraños no lo serían para otros, lo que –por ese lado y
según ese criterio, al menos– resultaría imposible, sin
pecar de subjetivismo, catalogar como tierra de nadie un territorio,
espacio o sistema dado, pues para unos lo sería y para otros no.
El problema se desplaza, a partir de ahí, en otra
dirección, pues si para algunos una tierra es de nadie en cuanto
desorientadora y extraña, todo espacio o territorio puede
convertirse potencialmente en una tierra de nadie o ser catalogado como
tal. Lo que, por otro lado, demuestra la realidad de nuestra
legislación y del llamado orden mundial, cambiante en virtud de
normas presuntamente preservadoras del bienestar de la
ciudadanía en general pero respecto de las cuales esa
ciudadanía tiene escaso control incluso en los países
democráticos. Estamos otra vez ante una idea que ratifica lo
dicho en otra parte: una alteración de las condiciones de
contorno convierte bruscamente a un espacio dado en tierra de nadie. Lo
hace extraño, extranjero. Ajeno y, potencial o realmente,
desorientador. En el mundo en que vivimos parece que las únicas
tierras posibles son las tierras de nadie. ¿O será acaso
ése el último y más elaborado acto de
prestidigitación social del poder?
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